
Cuando en cualquier conversación entre mujeres sale a relucir el nombre de Jo March hay una pequeña bombilla que se enciende. Y es que son muy pocas las personas que hayan leído Mujercitas que no hayan sentido una especial simpatía por la que muchos consideran su principal protagonista. De hecho, la mayoría de lectores reconocen no recordar de la misma manera a la maternal hermana mayor, Meg; a Beth, encarnación de la bondad; o a la pequeña Amy, tan bella como terrenal. Si Mujercitas permanece es por Jo y sus circunstancias.
Ser mujer no es tarea fácil, pero en la época victoriana en la que vivían las hermanas March la cosa se complicaba. Las mujeres se debían a los lugares privados, con un estatus de sometimiento y del cuidado de sus hijos y del hogar. La sociedad entendía que encontrar un buen marido era su mayor aspiración en la vida. Una realidad que no sólo se refleja en el libro de Louisa May Alcott sino que también en otros relatos ubicados en ese momento de la historia, como Orgullo y Prejuicio y el empeño de la señora Bennet por buscar un marido rico para sus hijas, fuera o no del agrado de ellas.
En la época victoriana, la sociedad entendía que la mayor aspiración de la mujer era encontrar un buen marido
He aquí la magia de Jo: no tiene intención alguna de encajar en el estrecho molde de la feminidad de la época. Corre, juega, lee sin parar, ironiza y no se traiciona a sí misma por agradar. Esto último queda claro en la escena en la que la joven vende su pelo para conseguir un poco de dinero para así ayudar a su padre convaleciente. “Tú única belleza” musita la menor de sus hermanas, que cree, quizás no sin razón, que su apariencia puede abrirle camino en un futuro. Poco le preocupa a Josephine, que no ve a los hombres como posibles maridos como hacen el resto de sus vecinas o su hermana Amy, sino que los ve como un posible compañero de aventuras que le ayudaran a dar rienda a sus disparatadas ideas. De hecho, cuando su compañero del alma Laurie le propone ser algo más que amigos, la joven no duda en darle poco.
Le importa poco el matrimonio. De hecho, lo evita hasta que resulta “inevitable”. Aquí se halla el punto que desagrada a muchas lectoras, pues no comprenden en qué momento Jo cambio sus principios para pasar por el altar al que tanto había temido. Muchas lo han visto como una traición, entendiendo así este acto como una rendición del personaje, que con su boda también deja de lado su prometedora carrera literaria. Precisamente sobre este gran por qué han reflexionado posteriores autoras como Isabel Franc en su libro Las razones de Jo.
Jo no tiene intención alguna de encajar en el estrecho molde de la feminidad de la época
Lo cierto es que se debe comprender esta situación en el contexto en el que se desarrolla. No obstante, también es importante tener algo en cuenta en la que quizás no todo el mundo haya recabado: su deseo de autonomía a través del trabajo, un concepto al que se hace referencia a lo largo de la novela, y con el que la escritora pretende denunciar la poca consideración que se tenía a las mujeres, siempre a merced de sus maridos. Pese a la humildad de su familia y el bien que hace que entre dinero en casa, nadie le pide que busque un empleo. No obstante, así lo quiere la protagonista, que rápidamente se hizo cargo de su malhumorada tía March. Escribe Alcott: “El pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque ganara poco, la hacía feliz”.
Conforme pasan los años, sigue experimentando el efecto emancipador de la independencia económica. Por ejemplo, cuando vendió su primer cuento, “derramó algunas lágrimas ingenuas, porque ser independiente y ganar las alabanzas de las personas que amaba eran los deseos más ardientes de su corazón”. Una sensación y una realidad a la que no renuncia nunca, aunque no todos los lectores lo vean, pues ha echado por tierra sus sueños de escritora. Pero analizándolo, es así pues, en el desenlace de la historia, la única condición que pone al profesor Bhaer, quien se convertirá en su marido, es poder seguir trabajando. En este caso, como maestra. Quién sabe, probablemente viera en la enseñanza una forma más estable de conseguir ingresos que en las letras. Sólo Alcott lo sabe.
El pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque ganara poco, la hacía feliz”